viernes, 29 de enero de 2010

Acostumbrados a sobrevivir


La misión parece que va llegando a su fín. Hoy será nuestro último día en el hospital y luego regreso a Madrid. La ida fue vía Halifax (Canadá) y la vuelta del otro grupo pasaba por Reykjavik así que imaginamos un regreso largo y cansado.


La base española se encuentra pegada al destacamento de los robustos americanos, que como ya se preveía, no iban a quedarse sólo un par de semanas. Diario es el trasiego de sus aviones "Galaxi" descargando material y tropa. Mañana y noche oímos el ruido de sus helicópteros "Bell" y "Black Hawk" despegando a escasos 600 metros de nuestros sacos. Unos sesenta somos los españoles que quedamos en el campamento de la AECID, entre miembros de SAMUR, DYA, EPES, GREA, SAR, Bomberos en Acción y SUMMA. Y todos trabajando a una. Sin apenas conocernos siempre hay dos manos que acompañan a otras. Junto a nosotros un grupo de traumas húngaros que han venido por su cuenta desde Budapest tras irse ayer los cinco mexicanos de la policía federal que aguantaron desde los primeros días. Gran recuerdo me llevo de Xavier, nutricionista del DF, que dejó la clínica de adelgazamiento en donde trabajaba para colarse en un avión y llegar hasta aquí. Él asistió a las primeras embarazadas. Y de Gabriel, traumatólogo húngaro, que rápido aprendió a decir: "Pásame la Ketamina".



Nuestra llegada, una semana después del terremoto, aun nos hizo ver parte del desastre. El "paseo" diario hasta el hospital recorre calles donde las casas han quedado desmontadas como tablero de ajedrez. Mil veces peor describen el centro de la ciudad los que lo han visto.



Imagino que el primer grupo sufriría en mayor medida la desolación. Ellos, junto a los sanitarios voluntarios cubanos, chilenos y colombianos volvieron a poner en marcha el Hospital Universitario La Paz, que había quedado al resguardo de las hermanas paulinas. Situado a unos veinte minutos en coche del centro de Puerto Príncipe y a unos diez del aeropuerto este hospital se ha visto en pocos días poblado de gente sin hogar, que ha acampado a su entrada con apenas dos hatillos como únicos bienes. Aun después de dos semanas del gran temblor muchos haitianos duermen en la calle por temor.



Casi a diario hay réplicas de madrugada, pero aquí en el campamento apenas las distinguimos. Nos dijeron que si trabajando las sentíamos y éstas duraban más de cinco segundos, sin pensarlo había que salir a los patios interiores y rezar. Más rezamos para que no sea necesario. Curioso resulta también otro de los procedimientos de evacuación: A los más altos nos encargaron de la bandera. Si fuera preciso abandonar con precipitación este lugar debíamos llevarla con nosotros hasta la base de helicópteros, pues ella sería la señal para la evacuación. Bandera para la salvación…como cuando en la canción, creía que "no había para mí, más bandera que las sábanas que cubrían el cuerpo de mi mujer".



En el hospital los primeros días fueron realmente impactantes. Todos sentíamos por momentos ese shock que nos dejaba inmovilizados y sin capacidad de reacción, moviéndonos de un lado a otro sin saber realmente lo que debíamos hacer. Los gritos, los llantos, el miedo. Desbordados ante el tumulto de gente a atender y más sabiendo aun que alguno no llegaría a la siguiente noche. Tumbados en el suelo, muchos apenas podían caminar. Los huesos de sus piernas y brazos habían crujido sin distinción de sexo o edad. Las amputaciones eran muchas veces irremediables. Lo peor los niños, con su llanto chiquito, sucio de barro, huérfanos de padres y de consuelo,.... llanto contenido durante el día que por las noches se convertía en lágrimas.



Pero día a día nos íbamos adaptando a la desesperación. Compartiendo sudores. Alguno buscábamos el consuelo en los gritos del paritorio. Cada día seis u ocho niños reemplazaban con su llanto la congoja del lugar. Aunque nacieran más que para vivir para acostumbrarse a sobrevivir.



Hoy últimas atenciones. Reparto de material en orfanatos y residencias y despedida en el hospital. Los médicos haitianos recuperarán su puesto en las salas y quirófanos. Para otros quedará el trabajo de reconstrucción. Aquí quedará un pedazo de nosotros. Y también vuestro, pues hasta aquí llegaron vuestros mensajes de ánimo y apoyo. Concha, Agus, Javichu, Bernardos, Marchante, David, Jorge, Richi y yo volveremos a nuestras pequeñas cosas, importantes o no, pero relativas…relativas.



Luispa, Puerto Príncipe 28 de enero de 2010.

jueves, 21 de enero de 2010

Apretados los bártulos

El segundo grupo ya está en marcha. Apretados los bártulos en una sola bolsa esperamos salir esta noche desde Torrejón y llegar a Haití en la madrugada de mañana. Demasiados pensamientos contradictorios han pasado por mi mente en las últimas veinticuatro horas. Pero siento que es lo que debo hacer. Sincero ha sido el apoyo de los íntimos, de los que seguro me acordaré en los momentos difíciles. Un pedazo de ellos también estará allí dando calor, limpiando heridas, abrazando, curando. Espero estar a la altura.


domingo, 10 de enero de 2010

EL MOMENTO DE LA CONEXIÓN


Impaciente acudía a mi cita en el aeropuerto de El Prat, aquel tibio atardecer de Agosto. Iba al encuentro de la que, en las tres últimas y calurosas semanas, había compartido conmigo la triste soledad de mi alcoba. Aquélla que, en la callada quietud de la noche, había escuchado las confidencias susurradas al oído de este fogoso adolescente.

Marchaba sin conocerla apenas pues nuestras largas y palpitantes conversaciones habían sido elaboradas a través de un frío teclado de ordenador. Quizá fuera la exultante intimidad que otorgaba Internet la que propiciara que el tono de nuestro amatorio diálogo fuera la mayoría de las veces bruscamente erótico. Minuto tras minuto iba creciendo en mí un vertiginoso anhelo que me impedía llevar a cabo el resto de mis tareas. Mi imaginación se desbordaba fantaseando con encendidas ilusiones que me sumían en un apasionado ensueño del que era difícil escapar. Mi único afán de esos días era esperar ansioso el momento de la conexión.

Nuestra última plática había terminado con ese deseo mutuo de compartir, piel con piel, el aire ardiente de la siguiente noche. Empujado por mi inconsciente bisoñez y preso de un violento arrebato, había resulto acudir a su encuentro. Esa madrugada, mis sueños me llevaron a su lecho, aquél que había probado el amargo dulzor de su sudor, el palpitante flujo de sus noches en celo, el rebosante bermellón de sus primeros días de ciclo. Mezclados por un ceñido abrazo, nuestros empapados cuerpos retozaban sobre las sábanas blancas tornadas ahora de un húmedo ceniciento. Mi alma, encerrada en un profundo beso, se fundía con la suya dentro de su boca.

Al día siguiente reunía algo del dinero ahorrado para mis días de asueto y marchaba a Barajas esperando encontrar asiento en algún puente aéreo. Una apresurada muda en la bolsa y sin saber si ella estaría dispuesta a acogerme entre sus brazos. Sabía que le resultaría difícil escapar del hogar que había construido durante ocho años de tortuosa convivencia con el padre de sus dos hijas. Temía que una vez allí, quizá ella sintiera miedo al encontrarse de cara con aquél que había conseguido devolverla a la más olvidada juventud, aquél que con sus palabras le había hecho probar el dulce sabor de lo prohibido.

Sin mirar si quiera al resto de viajeros, pasaba los cincuenta minutos del vuelo imaginado su rostro, enmarcado en un ensortijado pelo negro y coronado por dos almendrados ojos; sus labios, gruesos y encarnados, capaces de donar el más cálido de los besos; sus piel pajiza, como campo de trigo en Agosto, que se sonrojaba al llegar a los pómulos; y aquel lunar, próximo a la comisura diestra de sus labios, que tanto me había encendido desde que me lo describiera.

Apenas me daba cuenta del despegue y al poco ya salían los pasajeros al llegar a Barcelona. Las ocho y media de la tarde y el sol comenzaba a esconderse en el horizonte. Una sedosa brisa rozaba mi cara al bajar por la escalerilla. Casi sin respirar el salado aire costero, me adentraba por entre los pasillos del aeropuerto deseoso de encontrar a mi amada. Al llegar a las puertas de la Terminal C, donde debíamos vernos, el corazón amenazaba con romperme el pecho y salir disparado fuera de mí. Mi saliva, escasas gotas dentro de mi garganta. El tiempo transcurría lentamente aunque pasaban ya diez minutos de mi llegada y ella parecía retrasarse.